Blog,  Relatos de terror

La dama de rojo

Ella llevaba una rutina constante durante los fines de semana. Después del trabajo, se apresuraba a regresar a casa para disfrutar de un relajante baño y luego pasaba horas frente al espejo arreglándose. Siempre elegía un vestido rojo, le gustaba llamar la atención y resaltar sus rasgos: su piel clara, sus labios carmesí y su sedosa cabellera negra que caía sobre el pronunciado escote en su espalda.

Al regresar de sus noches de fiesta, aún lucía hermosa, pero el cansancio por bailar la obligaba a llevar los tacones en la mano. Mientras caminaba por las frías y desiguales calles, sentía cómo el cemento masajeaba sus pies con cada paso.

Aquella ruta la conocía tan bien que podría llegar a su destino con los ojos cerrados si quisiera. A veces, cerraba los ojos para sumergirse en los sonidos y los aromas de la noche que tanto le fascinaban.

Caminaba lentamente, esperando ser sorprendida por algún detalle que había pasado desapercibido en su enfoque visual. Fue entonces cuando lo descubrió: un agitado resoplido y un olor peculiar llevados por una suave brisa que apenas movía algunos cabellos. Temerosa de perderse algo, mantuvo los ojos cerrados y se concentró en escuchar y seguir aquel aroma.

Avanzó despacio, permitiendo que el delicioso olor a metal húmedo la guiara hasta su origen. Contó los pasos, uno, dos, tres… hasta llegar a un callejón. El lugar estaba lleno de sonidos y olores que nublaban su mente.

Gemidos, lamentos, respiraciones agitadas, algo que se desgarraba o rompía. Finalmente, un chirrido la obligó a abrir los ojos rápidamente. Lo que vio la dejó helada: de rodillas, había personas hundiendo sus colmillos en el cuerpo de un hombre, alimentándose de él.

Ella dejó caer los tacones, cuyo golpeteo contra el suelo llamó la atención de los demás. Voltearon hacia ella, la miraron fijamente por un instante y luego volvieron a sus acciones. Ella no pudo resistirse. Se arrastró por el suelo, sintiendo cómo su estómago parecía consumirse, retorciéndose y convulsionándose. Pero todo eso terminó cuando hundió sus dientes en el cuerpo sin vida del hombre. El cálido sabor metálico despertó sus sentidos una vez más, sintió la vida fluyendo dentro de ella, haciéndola vibrar. Hundió su rostro nuevamente en las entrañas del cuerpo, saboreando la plenitud de la experiencia.

Ella tenía razón: el rojo era su color y la sangre era su nuevo vestido. Seguramente volvería a aquel callejón para cenar junto a los demás de su especie.

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