La llorona de mi infancia
La casa de mis abuelos paternos era modesta en tamaño, pero sus patios eran espacios amplios y, en particular, el trasero destacaba por albergar una pequeña granja de uso personal. Justo detrás de esta área se encontraba la construcción en obra negra de la casa de una de mis tías, seguida por un campo de magueyes propiedad de mi abuelo. En esa zona se ubicaba un baño antiguo de madera, cuyos desagües desembocaban en un riachuelo que fluía por la parte trasera. Allí, mi grupo de primos, hermanos y yo, éramos como ocho personas de entre 7 y 16 años, solíamos jugar entre los magueyes, riendo y divirtiéndonos.
En medio de la diversión, de repente, sentí la urgencia de utilizar el baño. La puerta del baño no cerraba correctamente, por lo que mis primos la sujetaban para mantenerla cerrada. Cuando finalicé, lista para salir del baño, el ruido de risas y juegos se detuvo abruptamente al ser interrumpido por un grito terrorífico. Mi cuerpo se paralizó, mientras todos mis primos salieron corriendo en estado de pánico, dejándome atrás. El grito aterrador seguía resonando en el aire.
Desesperada, intenté empujar la puerta para salir corriendo, pero entré en pánico al darme cuenta de que la puerta se negaba a abrirse, a pesar de mis esfuerzos. Aunque no tenía ningún pestillo, se mantenía firmemente cerrada. Solo habían pasado unos segundos, pero el grito seguía retumbando en mis oídos. Un escalofrío horripilante recorrió mi espalda, se extendió por mi pecho y se apoderó de todo mi cuerpo mientras golpeaba la puerta, empujaba y gritaba desesperadamente. En ese momento, creí que estaba destinada a morir allí mismo.
Finalmente, logré abrir la puerta y salí corriendo hacia el patio, donde encontré a mis primos pálidos y atónitos. Algunos de ellos lloraban, pero en mi interior solo sentía un nudo opresivo en el pecho. El grito había dejado de escucharse, y todos nos asomamos al pasillo que conducía hacia los magueyes. Allí divisamos una figura blanca flotando en el arroyo, siguiendo el curso del agua. Nuestro abuelo nos contó más tarde que eso había sido La Llorona, una leyenda espeluznante que él mismo había visto y oído. Nos advirtió que nunca debíamos permitir que nos viera de frente, ya que podríamos morir del susto. A partir de ese día, nunca más volvimos a jugar en esa zona.
El impactante encuentro con La Llorona nos dejó marcados, y aprendimos a respetar las advertencias de nuestros mayores y las historias de terror transmitidas de generación en generación. Aquella experiencia nos recordó que existen fuerzas inexplicables que se entrelazan con nuestro mundo, y que a veces es mejor evitar adentrarse en territorios desconocidos, donde el miedo y lo sobrenatural acechan en las sombras.