
La Venganza de las Sombras
Algunos brujos realizan hechizos a gente que los agrede o desprecia. Tal es el caso que nos contó la abuelita Naty, quien dijo que su primer esposo era acosado por una vecina de la localidad que tenía fama de bruja. La señora quería que Don Luis, su esposo, a como diera lugar y al no conseguir que el accediera a sus propuestas, embrujo al hijo del matrimonio. El niño enfermó de momento y por más que lo llevaron con curanderos y con doctores de localidades cercanas al poblado no lograron salvar su vida.
La abuelita contó que días antes de morir su hijo, Don Luis y ella venían del doctor, el pequeño estaba muy inquieto y se quejaba mucho. Don Luis lo cargaba con dificultad pues ya tenía 10 años y Doña Naty lo acompañaba y ayudaba. El pueblo estaba en penumbras, ya que la noche había alcanzado, las calles eran estrechas y a los lados había grandes arboles de fresno, aguacate, chirimoya, perales y más que daban mucha sombra, haciendo más negra la noche. La abuelita decía que entre los árboles se escuchaba el revoloteo de un ave grande que continuamente dejaba escuchar graznidos y ruidos que parecían carcajadas. Ellos escuchaban y maldecían aquello que creían era la bruja que se burlaba de su dolor. Días después, el niño murió y ellos guardaron ese resentimiento.
Mas tarde la abuelita dijo que su marido enfermó gravemente, el achaque fue que Don Luis tomó un jarro de pulque que vendía una amiga de la bruja. Según la viejecita, por las noches su marido actuaba de rara manera, decía que se ahogaba y que algo le arañaba su garganta, no consentía estar bocarriba, vivía en constante angustia y pasaba las noches en vela. Don Luis murió meses después, de una enfermedad rara y la abuelita se quedó sola y al cuidado de cuatro hijos más. Ella comenta que muchas veces encontró a la bruja en su camino, recibiendo sonrisas de burla, la abuelita le decía: “¡algún día vas a pagar por tus cochinadas bruja maldita!”
Finalmente, Doña Naty dijo que cuando la bruja murió, ella escucho como el demonio se la llevaba en cuerpo y alma cuenta:
A mí me dijeron en el molino que la Bartola se estaba muriendo, y yo dije: “Ahora si va a pagar todo lo que ha hecho”. Yo fui a mi casa y estuve haciendo el quehacer todo el día, por la tarde fui a limpiar unas plantas de haba que sembré en el terreno y a cortar hijo y aguacate para llevarlo a Ozumba, me regresé a la casa cuando ya oscurecía, prendí lumbre en el tlecuil y comencé a oír un estruendo que venía de la calle. Al principio pensé que eran los perros del pueblo, ya que de vez en cuando se alborotaban cuando pasaba alguien extraño, pero esa noche el ruido era distinto: un bramido profundo, como si algo grande y pesado estuviera arrastrándose por el suelo. Me quedé quieta, con el corazón latiéndome fuerte, y miré hacia la puerta, preguntándome si sería la Bartola.
Justo en ese momento, una ráfaga helada entró por las rendijas de la puerta y apagó la lumbre en el tlecuil. Me quedé a oscuras, con un extraño frío recorriéndome el cuerpo, y fue cuando oí, clarito, el sonido de un susurro. Decía mi nombre, Naty… Naty…. Mi piel se erizó y, aunque todo mi instinto me decía que debía correr, mis pies parecían clavados al suelo.
Entonces, una risa desgarradora, burlona, retumbó desde la calle, y supe, sin duda alguna, que era ella, la Bartola, o lo que quedaba de ella. Apenas podía distinguir el contorno de su figura, porque no era como un cuerpo normal. Era una sombra que se retorcía y cambiaba de forma, como si su carne se estuviera derritiendo. Sus ojos, eso sí, eran lo único que brillaba en la oscuridad, dos puntitos rojos que parecían mirarme con odio, pero también con miedo.
—¡Vengo a cobrarme, Naty! —se oyó su voz, como un lamento que resonaba en mis oídos y en mi cabeza. Pero detrás de ella, casi como un eco, escuché otros susurros, voces que murmuraban palabras incomprensibles. Era como si vinieran del mismo infierno, como si algo la estuviera arrastrando.
Me armé de valor y le grité: ¡Ya no te temo, Bartola, ¡ahora te toca a ti pagar! La figura oscura se quedó inmóvil un momento, y los ojos rojos parecieron apagarse por un instante. Fue entonces que la oí gritar, no como una persona, sino como un animal que sufre y aúlla al ser devorado.
Del suelo, a sus pies, comenzaron a salir unas manos huesudas y negras, como raíces retorcidas, que la sujetaron con fuerza y comenzaron a jalarla hacia abajo. La Bartola gritaba, retorciéndose y arañando el suelo, tratando de librarse, pero las manos no la soltaban. Entonces, de esas sombras que la rodeaban, surgieron unas figuras más claras, como neblina, figuras que reconocí de inmediato: era mi hijo, y a su lado estaba Don Luis.
—Mamá… —escuché la vocecita de mi hijo, y sentí una paz que me invadía el cuerpo. La figura de la Bartola seguía siendo arrastrada, pero ahora eran las almas de aquellos a quienes había hecho daño las que estaban cobrando venganza. Las sombras la arrastraron cada vez más hondo, y sus gritos se fueron apagando en la noche, hasta que todo quedó en silencio.
La lumbre se encendió sola en el tlecuil, y en el aire, sentí un aroma suave, como de flores frescas, que me envolvió por un instante. Sabía que mis seres queridos habían encontrado paz y que la maldición de la Bartola se había roto para siempre.
Desde ese día, nunca volví a sentir miedo, y la noche dejó de ser fría en mi casa. La Bartola nunca regresó, y el pueblo se sintió en paz de nuevo.

